Se
asomó al abismo de sus ojos negros y allí encontró todo el dolor y el miedo del
mundo.
Tuvo
que apartar su mirada, su propio sufrimiento le partía el alma, y cada vez que
la miraba, quería resguardarla para que ni siquiera la tocara el viento y
pudiera seguir dañándola.
Quería
hablarle, asegurarse, quería escuchar su voz más que cualquier otra cosa en el
mundo. Quería escuchar que de nuevo aquellas cuerdas vocales habían recuperado
la memoria y la conciencia y recordaban lo que significa vivir, lo que
significa vocalizar…
Pero
no se atrevía, se le secaba la boca y sólo podía volver a mirarla.
Quería
preguntar… ¿Cuál era el motivo de esos ojos tristes? Y abrazar el motivo…fuera
el que fuere.
Y
entonces recordó a su madre, era poco habladora, pero lo suficiente como para
que cada vez que hablara…Sentenciara.
Y
lo peor es que por norma, siempre llevaba razón, aquella vez también la tenía,
puesto que cuando se calló y la pregunta no salió de sus labios, no lo había
hecho por una única razón, una razón que su propia progenitora le diera hace
demasiado tiempo:
“Hijo
mío, si no estás preparado para la respuesta…No hagas preguntas.”
Y
no la hizo. Guardó silencio, se calló. Pero entendió algo que no necesitaba
interrogantes; es en el silencio cuando a veces se dicen más palabras, se
interpreta más conversaciones que incluso cuando se grita a pleno pulmón.
Cerró
los ojos.
La
abrazó. Por lo único que rezaba en aquél instante era que, aunque fuera una
milésima parte su dolor se traspasara a su cuerpo y ella dejara de sentirlo.
Besos y Abrazos Lunáticos ☾
Namasté
Namasté
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